martes, 6 de junio de 2017

Presentación del libro: Balada triste para España y otras notas desafinadas- Josele Sánchez

Nos vemos en la presentación del libro: Balada triste para España y otras notas desafinadas de Josele Sánchez el jueves, 8 de Junio a las 20:00 horas en el Real Circulo de la Amistad!


viernes, 26 de mayo de 2017

Tradición e igualitarismo


Esta Modernidad tardía es la época de la no discriminación. Se trata de un “tic” obsesivo que hace que se torture al lenguaje para someterlo al igualitarismo perfecto o que esté mal vista la fabricación de pañales específicos para niñas y niños. Y la obsesión se presenta con un aparato coactivo material y espiritual del que forma parte, amén de las leyes de propaganda, el chantaje lingüístico, el sambenito: “racista”, “sexista”, etc.
Desconsiderando por un momento la necesidad del capitalismo multinacional de homogeneizar el modo humano de vida en el planeta y la triste reducción de la izquierda política a propagadora del discurso igualitarista que el capitalismo necesita, cabría preguntar: ¿No encierra la decidida voluntad de erradicar toda discriminación un evidente valor moral? En otros términos: ¿No es este igualitarismo esencialmente concordante con la espiritualidad tradicional de las grandes religiones y de su contenido metafísico y ético?
Si dejásemos votar a mano alzada a una concurrencia numerosa veríamos probablemente levantarse un mar de manos aprobando: ahí estarían las manos de muchos religiosos cristianos, de muchos izquierdistas, de muchos liberales y, seguramente, la mano de la gran masa de los televidentes. Entonces, dando paso al coloquio, plantearíamos la siguiente dificultad: si así es, ¿cómo es que las sociedades tradicionales inspiradas en tales corrientes religiosas y metafísicas no han sido igualitaristas? Se nos respondería con facilidad: por pura inconsecuencia con su esencia originaria, por debilidad ante los ricos y poderosos. Si en este momento adujésemos una segunda dificultad, como, por ejemplo: ¿Por qué entonces los grandes movimientos igualitaristas modernos son antirreligiosos? Se nos respondería en general que precisamente por eso, porque la religión ha traicionado históricamente su mensaje; además, porque la emancipación, la mayoría de edad del hombre, no necesita ya de la tutela de un dios para realizar la igualdad. Con facilidad pondríamos en movimiento el entusiasmo igualitarista de la gente. Pero sólo de manera efímera; si de repente preguntásemos: “A propósito, señores, ¿qué fue del comunismo?”, reemplazaríamos el entusiasmo por un brusco desconcierto.
“Señores –diríamos haciendo sonar una campanilla-, tal vez sea el momento de plantearse esto con algo más de seriedad”.
 I. El origen del igualitarismo
La fuente última del igualitarismo no puede estar más que en una cierta capacidad para desconsiderar las determinaciones finitas del ser humano, que siempre son diferenciales. El igualitarismo es por consiguiente un punto de vista, una perspectiva que permite desatender la finitud diferencial humana, sea declarándola inexistente, sea declarándola no significativa, lo que en realidad es una forma de declararla inexistente. Se trata en definitiva de centrar la atención en el concepto abstracto de ser humano desviándola de sus encarnaciones concretas: hombre, mujer, blanco, negro, amarillo, español, italiano, etc. En el pensamiento metafísico occidental, no en la metafísica tradicional, esto se categoriza mediante la hipóstasis del concepto abstracto de “hombre” en una substancia humana indeterminada que es un núcleo frente a sus accidentes o determinaciones particulares: varón, hembra, blanco, negro…
Esta substancia humana es percibida a nivel individual como “sujeto” o “yo”. Recuérdese que las palabras latinas “substantia” y “subiectum” son versiones del griego “hypokeimenon”. El yo es la substancia de la vida psíquica y a ella son atribuibles todos los predicados y accidentes: yo soy hombre, mujer, blanco, negro… en cualquier caso soy “yo”, siempre soy un “yo”, y ese yo permanece siempre idéntico a sí mismo, como perfecta autoconciencia o puro ser para sí, más allá de todas las determinaciones contingentes. El igualitarismo consiste, pues, en la substitución del ser humano real por un yo indeterminado.
El origen último de la indeterminación del yo, y el origen último de toda indeterminación, radica en la figura lógica de la autodeterminación a través de la auto referencia. Desde el comienzo de la filosofía occidental, las paradojas lógicas por auto referencia han constituido un escollo insalvable a esa pretendida “completitud” de la razón discursiva en la que Occidente ha radicado buena parte de su esencia. Entre los griegos hizo estragos la paradoja del mentiroso: “Epiménides el cretense afirma que todos los cretenses mienten siempre”. B. Russell encontró una paradoja análoga en teoría de conjuntos: “¿Se pertenece a sí mismo el conjunto de todos los conjuntos que no se pertenecen a sí mismos?”. Finalmente, Kurt Gödel demostró que todos los modelos formales –como el que pretendieron Russell y Whitehead para la aritmética en Principia Matemática– resultan incompletos porque implican la existencia de verdades indemostrables en su interior: precisamente, verdades auto referentes. De todo esto se deduce un principio: la auto referencia, en razón discursiva, provoca indeterminación. Herbart había demostrado tiempo ha que en la auto referencia implicada en la palabra yo había una situación semejante. En general, podemos comprender con facilidad que nada puede determinarse a sí mismo: si la determinación de x depende de la determinación de x nos veremos envueltos en un regreso infinito al intentar determinar a x. Cuando la conciencia se tiene a sí misma por objeto en la pura autoconciencia, carece en general de todo objeto que pueda determinarla. Esta indeterminación ideal –que se manifiesta en contradicciones y regresos infinitos en el discurso real del pensamiento- es la que aparece en la conciencia humana como la ilusión de un yo puro indeterminado, que en realidad es absolutamente imposible dado que ningún ente real puede ser indeterminado.
Esta indeterminación contenida en la figura lógica de la autodeterminación por auto referencia es el hardware inconsciente que está detrás del igualitarismo, y con ello de toda ideología social contemporánea. Es sin duda el resultado de una larga travesía histórica que muestra hitos bien reconocibles. El dualismo de la metafísica griega, con su división entre un mundo sensible y un mundo inteligible, es el primer expediente que permite colocar al hombre más allá de toda determinación histórica, social y biológica; el antinaturalismo judío; la concepción romana de la “persona” como sujeto de derecho, precedente del actual sujeto abstracto de deberes y derechos; el concepto de “alma” humana en el Medievo; el antropocentrismo renacentista; la autoconciencia pura del “cogito” cartesiano; la concepción del hombre como nóumeno en la razón práctica kantiana, hasta las ideologías de la Ilustración, todos estos constituyen pasos notables en el paulatino acercamiento al puro yoísmo contemporáneo.
Ahora bien, ¿no coincide todo esto con la tradición espiritual? ¿No concuerda con la enseñanza cristiana? ¿No es cierto que una sociedad iniciática –la masonería- participó activamente en la Revolución de 1789?
Desde el bando más o menos igualitarista hay muchos sectores dispuestos a contestar afirmativamente. Desde el bando antiigualitarista –en la tradición nietzscheana- es frecuente la acusación a la esencia misma del cristianismo de no ser más que un precedente espiritualista del igualitarismo moderno. Es una postura que mantuvo incluso Julius Evola.
II. Tradición e igualitarismo
¿Qué decir respecto de lo que suele llamarse “Tradición” con mayúscula y que engloba en una ortodoxia, real o sólo pretendida, a autores contemporáneos como Ananda Kentish Coomaraswamy, René Guénon, Titus Burkhardt, Frithjof Schuon, y a culturas y religiones como el Hinduismo, el Vedanta, el Budismo Zen, etc? El Vedanta hindú, punto de referencia más común de esta tradición, habla efectivamente del Sí Mismo (“Atma”) que, constituyendo la verdadera identidad del hombre, está más allá de toda determinación finita, y este tema es reconocido como el centro de la metafísica upanishádica. En el Zen es recordada la expresión del maestro Lin Chi: “El hombre verdadero sin rango” (1), como designación de la verdadera naturaleza búdica del ser humano. Con frecuencia resuena la sentencia de San Pablo: “ya no hay judíos ni griegos, ni hombres ni mujeres…”
No cabe duda de que existe al menos una analogía entre la consideración espiritual del ser humano propia de estas tradiciones y el igualitarismo moderno. A pesar de ello subsisten los hechos de que:
1º) Muchas de estas tradiciones han informado un orden social no igualitarista: desde las castas hindúes hasta el “mulier in ecclesia taceat”.
2º) Estas tradiciones se muestran en general hostiles al espíritu del mundo moderno y esto es perfectamente manifiesto en los citados autores contemporáneos que quieren enmarcarse en la Tradición.
¿Se explican estos hechos como una pura inconsecuencia –probablemente interesada- o es necesario buscar en otra parte la explicación?
Nuestra reflexión sobre el asunto nos llevó en primer lugar a intentar comprender cómo se hacían compatibles, en el discurso de las doctrinas tradicionales, la confesión de esa instancia humana trascendente por encima de toda determinación diferencial y la ordenación social no igualitarista. Y la respuesta resultó bien sencilla. Momentos que se enfrentan como contradictorios se hacen compatibles ocupando niveles distintos, esto es, jerarquizándose. Las doctrinas tradicionales en general apuntan a una concepción del hombre y del ser que reconoce en uno y otro una pluralidad de niveles. La interpretación que Guénon hace del Vedanta, y que parece haber sido ampliamente aceptada en estos medios, comienza por distinguir entre “manifestación” y “no manifestación” dentro de las posibilidades del Absoluto; a su vez, dentro de la manifestación se distingue entre manifestación informal –que parece corresponder a un mundo ideal o “principial”, semejante al “Mundo III” de Popper- y manifestación formal. Esta última contiene la manifestación sutil –el ámbito mental o psíquico- y la manifestación grosera que es el nivel material que aparece a los sentidos externos. En el microcosmos humano se distinguen en general los mismos niveles de manifestación y lo no manifestado, pero aquí los niveles suelen presentarse agrupados en tres instancias: la del espíritu, la del alma, la del cuerpo. En general, para nuestros propósitos, podemos considerar dos grandes dimensiones: la que está más allá de toda finitud o determinación –en el hombre es el “espíritu”– y la que está sometida a las condiciones finitas de espacio y tiempo, que en el ser humano son el “alma” y el “cuerpo”. Y –esto es lo más importante- esta diversidad de niveles permite considerar la finitud humana en una cierta esfera y la infinitud en una esfera superior. Naturalmente, la ordenación social cae bajo el ámbito de la finitud y en consecuencia ha de atender a la determinación diferencial humana, de modo que no puede ser igualitarista. Así, desde el punto de vista de la Tradición, el igualitarismo moderno no es más que la consecuencia de haber clausurado el hiato entre dos niveles distintos y haber transportado los modos de lo infinito sobre el nivel de lo finito.
Esta transformación es reconocida en general así desde el campo igualitarista como desde el campo antiigualitarista, tradicional o no. En general, el igualitarismo ha interpretado esta modificación a través de la teoría de las superestructuras: la igualdad espiritual era un sucedáneo de la igualdad material destinado a entretener la presión a favor de ésta: el liberalismo habría hecho descender la igualdad desde lo espiritual hasta lo político-jurídico, y posteriormente el comunismo la conduciría hasta el nivel mismo de la materialidad económica. Esta sería más o menos la interpretación desde el igualitarismo más radical, el comunista.
El antiigualitarismo no tradicional, de raíz nietzscheana, reconoce que el igualitarismo cristiano era menos nocivo porque al mantenerse más allá de la realidad natural y mundana contradecía y deterioraba menos la naturaleza de ésta última; el igualitarismo moderno aparece entonces como una “secularización” del igualitarismo cristiano.
Esta hipóstasis cada vez más profunda de los modos de lo infinito sobre la esfera de la finitud humana tiene el efecto inevitable de desplazar esta finitud expulsándola de su territorio, del ámbito mismo que le corresponde. Aparece entonces como “racionalismo”, como sustitución abusiva de lo real por lo ideal o lo racional, y puede presentarse en cierto sentido como una “espiritualización” de la vida humana que incluso llega a tachar de “materialistas” las etapas antecesoras en la Historia. Así, el “marxista heterodoxo” Henri Lefebvre afirmó en su día que sólo con el comunismo el espíritu vencería a la materia como motor de la historia humana y ordenador de la sociedad.
¿Es, pues, esta hipóstasis una verdadera espiritualización de la vida humana, un movimiento semejante a la “encarnación del Verbo”, una vuelta histórica a la edad de oro primitiva o algún tipo de redención efectiva? ¿Cómo debe juzgarse este proceso desde las perspectivas de la sana razón y de la Tradición?
Según la doctrina tradicional de la multiplicidad de los estados del ser y de la naturaleza específica de cada uno de ellos, las cosas y los conceptos no pueden pasar de uno a otro plano sin modificarse para adaptarse a las condiciones generales del nivel de llegada. En consecuencia, el traslado de los modos de lo infinito desde el nivel trascendente al que pertenecen naturalmente hasta el plano de la manifestación finita no puede consistir en una simple traslación hacia abajo, sino que ha de ir acompañado de otras modificaciones. En primer lugar supondrá, como ya hemos dicho, una expulsión de los contenidos naturales del nivel invadido: de ahí la desconsideración de la finitud humana. En segundo lugar se produce una desnaturalización de lo hipostasiado, que es obligado a adoptar las formas de un nivel que no es el suyo: lo infinito, que no está sometido al número, aparece en el plano de la sociedad humana pluralizado en una multitud de yoes incondicionados que se constituyen incondicionados que se constituyen como otros tantos infinitos, dando lugar así a la situación imposible de la existencia de muchos infinitos, de un infinito múltiple. En tercer lugar, este proceso se presentará como una inversión de la doctrina tradicional, como una imagen especular, en la medida en que tomará lo que sólo es una proyección o un reflejo sobre otro plano por el ser real de lo infinito. Esta inversión va necesariamente acompañada de una subversión que resulta inevitable desde el momento en que se han atribuido los caracteres de lo Absoluto a una parcela de la realidad manifestada, desde el momento en que se concede infinitud al yo humano mismo. Por decirlo en una palabra: las dimensiones relacionales y cualitativas del “campo” hacen que una traslación en su interior implique una modificación que puede ser a veces esencial.
Debemos detenernos un poco más en la naturaleza de esta inversión. Todas las tradiciones espirituales afirman la existencia en el hombre de lo incondicionado: esa es su esencia. Ese incondicionado está necesariamente más allá de cualquier determinación particular. Pero ese incondicionado –que la tradición hindú denomina Atman– no es colocado en el campo de la pluralidad finita manifestada y por tanto no la desplaza; se halla más allá de la multiplicidad y por tanto de la determinación: en la medida en que no es múltiple, “Atman” es el fundamento de la doctrina de la “Suprema Identidad”. Esta doctrina establece que desde la perspectiva adecuada la pluralidad de los seres es rigurosamente ilusoria, y esta afirmación es el tronco del “Advaita Vedanta”, el Vedanta de la no-dualidad. La tradición hindú distingue con precisión entre Atma y Jivatma, que designa la personalidad psicofísica del ser humano vivo. Esta distinción impide que esta dimensión psicobiológica vea conculcados sus derechos como resultado de una invasión celestial. Con el mismo rigor se discierne entre Atman y ahamkara, que suelen, en este contexto, traducirse respectivamente por “Sí Mismo” y “Yo”. Ahamkara es la ilusión de la autoconciencia real; Atman es la verdadera identidad infinita que trasciende lo real.
Como consecuencia de esta cuidadosa segregación de niveles, la Tradición no habla de “igualdad de hombres”, sino de la “suprema identidad de todos los seres”. En efecto, mientras que la igualdad sólo puede convenir a lo plural, la coincidencia de aquello que se halla más allá de toda pluralidad no es igualdad, sino identidad. La distinción de planos permite a la tradición metafísica aceptar la diferencia y su juego en el ámbito de lo social –que pertenece a la finitud- rechazando el concepto de igualdad de lo múltiple como una imposibilidad que sólo ha podido nacer del desconocimiento de las determinaciones cualitativas del espacio.
El igualitarismo moderno se presenta así no sólo como un formidable error, sino, además, como una inversión y una subversión emparentada con el “luciferismo”. Es la rebelión del yo humano finito –el “ego”– que se atribuye la infinitud del Sí Mismo y, en virtud de esa usurpación, se declara libre de todo tipo de vinculación y determinación. Esa desvinculación se expresa también en el NON SERVIAM luciferino. Numerosos autores han señalado como esencia de la rebelión de Satanás la anteposición del propio yo sobre el ser universal al que todo ente finito se halla sometido por ley natural. He aquí, a propósito, unas palabras de San Agustín:
“La causa de la felicidad de los ángeles buenos es que ellos se adhieren a lo que verdaderamente es; mientras que la causa de la miseria de los ángeles malos es que ellos se alejaron del ser y se volvieron hacia sí mismos, que no son el ser. Su pecado fue, pues, el de soberbia.” (2)
El igualitarismo moderno no es, por tanto, consanguíneo con los principios de la espiritualidad religiosa y tradicional, sino que representa, más bien, la proyección hacia abajo y con ello la inversión y la subversión de los principios espirituales. Varios autores tradicionales se hacen cargo de este hecho. Partiendo de la idea de que la sustitución de Sí Mismo por el yo comporta la sustitución de la identidad por la igualdad y con ello, según hemos explicado, de la unidad por la pluralidad y de la calidad por la cantidad. René Guénon, en su obra El Reino de la Cantidad y los Signos de los Tiempos se aproxima a esta problemática. Este autor constata la tendencia de la espiritualidad moderna a reemplazar la suprema unidad cualificada por la uniformidad de los átomos ínfimos y carentes de cualidades. Recojamos algunos párrafos:
“Llegamos ahora a la siguiente conclusión: entre los individuos la cantidad habrá de predominar sobre la cualidad tanto más cuanto más cerca se encuentren de no ser en cierto modo más que simples individuos, más separados por ende los unos de los otros (…) Tal separación se limita a hacer de los individuos otras tantas ‘unidades’, en el sentido inferior de la palabra, y de su conjunto una pura multiplicidad cuantitativa; en el caso límite estos individuos no serían ya más que algo comparable a esos supuestos ‘átomos’ de los físicos que carecen de toda determinación cualitativa. Así, a pesar de que de hecho nunca pueda ser alcanzado tal límite, ésta es la orientación que sigue el mundo actual. Nos bastará para mirar a nuestro alrededor para darnos cuenta del esfuerzo general que se produce por doquier para reducirlo todo cada vez más a la uniformidad, ya se trate de los propios hombres o de las cosas entre las que viven; es evidente además que este resultado no puede obtenerse más que suprimiendo toda distinción cualitativa en la medida de lo posible; sin embargo, también merece un comentario la extraña ilusión que hace a algunos tomar esta ‘uniformización’ por una ‘unificación’ cuando en realidad supone exactamente lo contrario, buena prueba de lo cual es el hecho de implicar aquélla una acentuación cada vez más evidente de la ‘separateidad’. (3)
En el capítulo siguiente introduce Guénon el simbolismo del triángulo para ilustrar esta relación:
“En cualquier caso se podría representar geométricamente el ámbito de que se trate por medio de un triángulo cuyo vértice es el polo esencial, y cuya base podría ser el polo sustancial, es decir, volviendo a nuestro punto, la pura cantidad concretada en la multiplicidad de puntos pertenecientes a dicha base por oposición al punto único que sirve de vértice superior.” (4)
La figura muestra con claridad la relación de inversión y proyección de la unidad del Sí Mismo en la multiplicidad de los yoes.
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Líneas abajo menciona el autor el principio de Leibnitz de la “identidad de los indiscernibles” según el cual no pueden existir dos seres idénticos porque serían, de ser idénticos, el mismo; principio este que restablece la igualdad en la unidad y más allá de la multiplicidad. De ahí que Guénon afirme “ … que tal uniformidad nunca es verdaderamente realizable.” (5) A pesar de esto sostiene: “Este es el punto hacia el que tienden, desde un punto de vista puramente social, las concepciones ‘democráticas’ e ‘igualitarias’ para las que todos los individuos son equivalentes entre ellos…” (6)
Un poco más adelante, en la misma obra, compara el filósofo la anulación del individuo en la Suprema Identidad con la anulación de la personalidad en la masa numérica: “Acabamos de decir que el individuo se pierde en la ‘masa’ o que al menos tiende cada vez más a que así ocurra; pues bien, esta ‘confusión’ en el seno de la multiplicidad cuantitativa corresponde una vez más, por inversión, a la ‘fusión’ en la unidad primigenia” (7) Y poco después: “Así, en razón de la extrema oposición que existe entre una y otra, tal confusión de los entes en la uniformidad aparece como una siniestra y ‘satánica’ parodia de su fusión en la unidad.” (8)
El proceso de progresiva descualificación indistinción al que alude Guénon repetidas veces, y que coincide con una cuantificación –reducción a la pura cantidad- y con un descenso hacia el polo substancial del ser, coincide con la concepción substancialista del yo humano y con la indeterminación originada en la auto referencia, que ya hemos dado como estructura profunda de la mentalidad moderna y que volveremos a considerar más adelante.
Por su parte, el autor italiano Julius Evola dedicó un capítulo de su libro El Misterio del Grial al proceso de inversión de la mentalidad tradicional en la mentalidad moderna a propósito de la naturaleza de la masonería. Según este autor, la organización en cuestión es ejemplo de la inversión pura y simple de una herencia iniciática tradicional en el racionalismo moderno. La esencia de esta inversión radica en la atribución al hombre vulgar de la cualidad que sólo corresponde al iniciado. En lenguaje metafísico, esta atribución viene a coincidir con la concesión al yo de la dignidad infinita del Sí Mismo, por más que el autor no toque aquí directamente este tema: “Ya en la llamada secta de los iluminados de Baviera tenemos un ejemplo típico de la inversión de tendencias, a la que hace poco hemos aludido. Ello resulta del mismo cambio experimentado por el término ‘Iluminismo’, que, en su origen, estuvo relacionado con la idea de una iluminación espiritual superracional, pero que, sucesivamente, poco a poco, se hizo, por el contrario, sinónimo de racionalismo, de teorías de la ‘luz natural’, de antitradición. A este respecto, se puede hablar de un uso falseado y ‘subversivo’ del derecho propio del iniciado, del adepto. El iniciado, si es verdaderamente tal, puede colocarse más allá de las formas históricas contingentes de una tradición particular (…); finalmente, puede reivindicar para sí la dignidad de un ser libre, porque se ha desligado de los vínculos de la naturaleza inferior, humana. Del mismo modo, los libres son también los semejantes, y comunidad (sic) puede se concebida como una confraternidad. Pues bien, hasta materializar, laicizar y democratizar estos aspectos del derecho iniciático y traducirlos en términos individualísticos, por haber sufrido los principios-base de las ideologías subversivas y revolucionarias modernas (sic). La luz de la mera razón humana sustituye a la iluminación y da origen a las destrucciones del libre examen y de la crítica profana” (9)
Haciendo una referencia a Los Protocolos de los Sabios de Sión, con cuya autenticidad, sin embargo, no se compromete aquí, escribe: “El presunto Imperio es sólo la suprema concretización de la religión del hombre terrestrizado, que se ha convertido en última razón de sí mismo y que tiene a Dios por enemigo” (10) Esta conversión del hombre terrestre en última razón de sí mismo es, evidentemente, una consecuencia de la atribución al ser humano finito de las cualidades del Sí Mismo infinito, atribución de la que se desprende, como luego veremos, el ateísmo militante.
Por su parte, Coomaraswamy se aplica en distinguir el verdadero Yo (Atman, Sí Mismo) del yo de la individualidad finita del que, haciendo una crítica al racionalismo de la concepción vulgar, niega la verdadera existencia: “Todas nuestras tradiciones metafísicas, sean la cristiana u otras, mantienen que ‘hay dos en nosotros’, este hombre y el Hombre en este hombre; y que esto es así es todavía una parte y parcela de nuestro lenguaje hablado en el cual, por ejemplo, la expresión ‘control de sí mismo’ implica que hay uno que controla y otro sujeto a controlar, pues sabemos que ‘nada actúa sobre sí mismo’. De estos dos ‘sí mismos’, el hombre interior y el exterior, la ‘personalidad’ psicofísica y la Persona verdadera, está construido el compuesto humano de cuerpo, alma y espíritu. De estos dos, por una parte el cuerpo y alma (o mente), y por otra el espíritu, uno es mutable y mortal, el otro constante e inmortal; una ‘deviene’, el otro ‘es’, y la existencia del que no es sino que deviene, es precisamente una ‘personificación’ o ‘postulación’, puesto que no podemos decir de algo que nunca permanece lo mismo que ‘es’. Y por necesario que pueda ser decir ‘yo’ y ‘mío’ para los propósitos prácticos de la vida cotidiana, nuestro Ego de hecho no es nada más que un nombre para lo que realmente es sólo una secuencia de comportamientos observados” (11). Y más tarde: “No podemos tratar la doctrina del Ego extensamente; diremos solamente que, en cuanto al Maestro Eckhart y a los sufís se refiere, ‘Ego, la palabra Yo no es adecuada para nadie excepto para Dios en su mismidad’” (12). En la atribución de un yo real a la finitud radica para este autor el ser de lo satánico: “Es su orgullo (mâna, abhimâna, “oiema”, “oiesis”: opinión-de-sí-mismo, pago de sí mismo) la convicción satánica de su propia independencia (asmimâna, ahamkâra, el cogito ergo sum…)” (13).
Por su parte, Frithjof Schuon, en su ensayo Castas y Razas nos recuerda que existe una dimensión diferencial y una dimensión igualitaria de lo humano, legítimas ambas en la medida en que responden a dos aspectos de la realidad: “El sistema de las castas, como todas las instituciones sagradas, descansa en la naturaleza de las cosas o, más precisamente, en un aspecto de ésta, en una realidad, pues que (sic) no puede dejar de manifestarse en ciertas condiciones; la misma observación vale para el aspecto opuesto, el de la igualdad de los hombres ante Dios. En suma, para justificar el Sistema de castas, basta plantear la cuestión siguiente: ¿Existen la diversidad de calificaciones y la herencia? Si existen, el sistema de castas es posible y legítimo. Y lo mismo para la ausencia de castas, donde ésta se impone tradicionalmente: ¿Son iguales los hombres, no tan sólo desde el punto de vista de la animalidad, que no se discute, sino del de sus fines últimos? Es seguro, pues todo hombre tiene un alma inmortal; así pues, en alguna sociedad tradicional esta consideración puede prevalecer sobre la de la diversidad de calificaciones (…) No cabe imaginar mayor divergencia que entre la jerarquización hindú y el nivelamiento musulmán, y sin embargo, no hay en ello más que una diferencia de énfasis…” (14). Después de esta diferenciación de niveles, Schuon arremete contra el igualitarismo moderno: “La uniformización moderna, que hace que el mundo se estreche cada vez más, parece poder atenuar las diferencias raciales, al menos en el plano mental y sin hablar de las mezclas étnicas, y esto no tiene nada de sorprendente si se piensa que esta civilización uniformizadora está en las antípodas de una síntesis por arriba, es decir, que se funda únicamente en las necesidades terrenas del hombre” (15).
Aquí tenemos de nuevo el tema del igualitarismo moderno en su uniformización de lo múltiple como inversión de la unidad trascendente. Creemos que queda con esto suficientemente expuesta la diferencia que existe entre este igualitarismo y la espiritualidad tradicional.
III. Filosofía moderna e igualitarismo
Hemos esbozado lo que podría ser una crítica al igualitarismo desde el lenguaje de la Tradición. Quisiéramos ahora introducirnos en el mismo tema con los métodos y la perspectiva de la filosofía moderna.
Al principio hacíamos radicar en la concepción substancial del yo humano la indeterminación que hay que buscar necesariamente para explicar el origen del igualitarismo: en efecto, sólo en la desconsideración de todas las determinaciones diferenciales puede fundarse el igualitarismo. Probablemente como un reflejo del fundamento Absoluto que es Atman y que se halla más allá de toda determinación finita, la razón discursiva tiende a poner en la indeterminación el fundamento de todo ente particular, y así se origina el concepto de substancia: la materia (“materia prima”) es la substancia de los seres a los que accedemos por los sentidos exteriores y el yo es la substancia de la vida interna. La indeterminación substancial es la imagen invertida de la determinación universal de Atman. Parece estar en la naturaleza de la función causal de la razón discursiva el no satisfacerse jamás con determinaciones particulares, el que estas aparezcan como contingentes y carentes de razón suficiente en sí mismas. La razón suficiente debe buscarse legítimamente en la determinación universal. Ahora bien, la razón discursiva no contiene tal concepto, y como pretende constituirse en sistema cerrado, se ve obligada a poner como fundamento la pura indeterminación. Así nace el concepto de substancia como fundamento del ser. El origen del error igualitarista se encuentra, por tanto, en la ilegítima pretensión de la razón discursiva de ponerse como modelo cerrado. La importancia de este error aparecerá aún más clara en lo que sigue: es el mismo conato de la razón discursiva de encontrar en sí misma lo infinito el que la condena a producir una parodia de la infinitud en la vacía indeterminación del yo puro. Así se genera un infinito abstracto, lo que Hegel llamaba un “universal abstracto” o “negativo” que implica la confusión de la perfecta cualificación divina con la infinitud extensiva y numérica que nunca puede de hecho ser infinita sino sólo potencialmente, esto es, indefinida (16).
La razón discursiva, así como el mundo manifestado al que conviene, están incapacitados para la infinitud por la sencilla razón de que su ser, en cuanto manifestado, contiene una finitud constitucional. Para adquirir infinitud, la razón discursiva tendría que ser capaz de cerrarse a sí misma, esto es, de referirse a sí misma para fundamentarse. Ahora bien, esto es precisamente lo que no puede hacer. Y la causa es la siguiente. Está en la naturaleza de la razón discursiva el contener la dualidad referente/referido que puede aparecer en las formas de forma/materia, predicado/sujeto lingüístico, sujeto/objeto, etc., según la esfera epistemológica a la que estemos aludiendo. En virtud de esa división interna –que le presta su naturaleza finita-, la razón discursiva no puede referirse a sí misma, porque precisa de una materia ajena y previa sobre la que ejercer su función de referencia. La ausencia de esta materia o contenido, única situación en la que sería posible la auto referencia, deja al discurso en un formalismo vacío, es decir, cuando la razón discursiva intenta cazarse a sí misma sólo encuentra una cáscara vacía, pura indeterminación. Intente el lector decidir si la siguiente oración afirma verdad o mentir:
              “esta oración es falsa”
Es la famosa paradoja del mentiroso. Con todo, la indeterminación es igual de obvia en esta auto referencia sin contradicción:
              “esta oración es verdadera”
También aquí es imposible decidir sobre la verdad o falsedad del enunciado. La auto referencia está, pues, en el origen de las paradojas lógicas, la paradoja del conjunto de todos los conjuntos que no se contienen a sí mismos que descubrió Russel y otras similares que presentan la misma estructura auto referente que el Teorema de Gödel. Kurt Gödel desarrolló una demostración de que el modelo en el que Russell y Whitehead intentaron formalizar la aritmética resultaba incompleto: existía al menos un enunciado verdadero que no podía demostrarse, y ese enunciado era, desde luego, auto referente (17). El Teorema de Gödel puede considerarse la demostración de la incapacidad de la razón discursiva para cerrar su modelo. En los sistemas ideales, la auto referencia provoca indeterminación, pero, como ningún sistema real puede ser indeterminado, la auto referencia ha de ser imposible en ellos (18). Eso quiere decir que en la función mental de referencia no puede darse la verdadera auto referencia, o sea, que el yo es imposible. Ningún sujeto puede referirse a sí mismo, pensarse o captarse a sí mismo porque no captaría a la vez su captarse a sí mismo, y por tanto no se captaría verdaderamente como es en el momento de la captación. Manfred Frank, en un libro reciente (19), ha hecho una revisión de este problema –sin solución- en la historia de la filosofía contemporánea. Un gato no puede cogerse la cola y una conciencia no puede tener verdadera autoconciencia: podemos decir que necesitaría poder revolverse a velocidad infinita, y en ningún sistema real está permitida la velocidad infinita: en el sistema del universo físico, por ejemplo, y según la Relatividad restringida, no puede superarse la velocidad de la luz (20).
Por tanto, el yo como figura real en la mente finita es imposible. ¿Cómo es que existe el yo entonces? Creemos que sólo cabe una respuesta: nunca como figura real sino siempre como “estructura” ideal. La naturaleza ideal del yo explicaría que la Tradición hablase de un solo yo –Suprema Identidad- y su confusión con un ser real en la ideología moderna explicaría el postulado de la igualdad de una pluralidad indefinida de yoes. Los seres ideales no admiten multiplicidad: el Teorema de Pitágoras es uno y el mismo aunque esté escrito en mil pizarras. La confusión del yo con una estructura real implica un error “formalista”, implica el creer que el referente puede tenerse a sí mismo como referido. El yo, pura relación consigo mismo, pura forma, al ser tenido por real desplaza el contenido real de la personalidad humana –sus determinaciones de sexo, raza, cultura, etc.- y la vacía sustituyéndola por una pura forma. El relleno de la forma con pura forma es lo que provoca la indeterminación –siempre “ideal”- y permite el igualitarismo.
La simple distinción de niveles, la articulación en instancias diferentes de lo real y lo ideal, de lo material y lo formal, permitiría deshacer los equívocos del igualitarismo. Cuando, con voluntad de equidad, decimos que todos los hombres son iguales o todos los pueblos son iguales, no queremos decir que sean o deban ser materialmente iguales, sino, en el fondo, que cada uno es igual de importante para sí mismo que cualquier otro, aunque esa forma de la autoconciencia encierre en cada caso un contenido muy diferente: la forma de la auto referencia se ejecuta en cada caso sobre una materia diferente; la presencia de esa materia impide el error formalista y la indeterminación aunque, lógicamente, impide a la vez que la auto referencia sea verdadera como real.
La auto referencia parece el fenómeno distintivo de nuestra cultura: no sólo la encontramos en el yoísmo, o en las paradojas lógicas, o en Gödel, Escher, Bach; está también en las relaciones de incertidumbre de Heisenberg, en la especulación bursátil, en las expectativas económicas autoconfirmadas, en el formalismo de la democracia liberal. Está por doquier. Es la gran falacia de la espiritualidad moderna y a la vez el límite definitivo de una cultura construida sobre la pretensión de la razón discursiva de cerrarse sobre sí misma soltando todo contenido finito, en una parodia de la verdadera infinitud. Es la figura madura del racionalismo moderno. Pero el intento de la razón discursiva de cerrarse sobre sí misma en el bucle de auto referencia implica un dejar de lado el contenido real finito al que esta razón tiene necesariamente que estar referida; implica, en consecuencia, una desatención de la finitud real y su substitución por la pura forma. Cuando este vaciado se ha realizado sobre el concepto del hombre, aparece el yoísmo y, con él, el igualitarismo. Ahora bien, el sello del yo pretendido real no sólo desconsidera el contenido real finito del hombre, sino que además impide tenazmente la evolución hacia el verdadero Yo como se manifiesta en la Suprema Identidad. Por esta razón se habla en todas las tradiciones espirituales de la necesidad de la aniquilación del yo como etapa imprescindible para la realización espiritual.
Esperamos que esta introducción del problema en lo términos de la filosofía moderna haya servido para demostrar la posibilidad de acercarse a la Tradición con estos medios: jamás será posible acceder con el discurso al verdadero núcleo de la espiritualidad, en la medida en que éste se halla más allá de todas las limitaciones de la razón finita, pero si se tiene en cuenta que la razón discursiva, incapaz de cerrarse positivamente, sí es, con todo, capaz de cerrarse negativamente, esto es, de comprender sus límites, no hay nada extraño en que sea posible un tratamiento fecundo de este problema en los términos de la Lógica y la filosofía modernas.
IV. Conclusión
El modelo yoísta, sobre el que está construida toda la ideología moderna y con ella nuestras instituciones sociales, es una enorme falacia racionalista. No es el resultado perfeccionado, racionalizado o secularizado de la herencia de la tradición espiritual, sino más bien su imagen invertida. Eso no significa, sin embargo, que no conserve un ápice de la verdad espiritual originaria: la Tradición misma nos advierte que nada puede subsistir si no contiene la presencia de la verdad en algún sentido y en alguna medida. El igualitarismo moderno es la imagen invertida, pero es la imagen de la Suprema Identidad. En el sentimiento igualitarista existe sin duda una reminiscencia del anhelo espiritual original, por muy desviado que haya sido, por paradójicas y desastrosas que resulten sus consecuencias.
La ideología de la modernidad sólo podrá ser superada si se asume, respeta y mejora la verdad que existe en ella, y la única manera de hacerlo es restituirla a su fuente originaria. Si el modelo del yo puro, libre, igual y supremo ha proporcionado un paradigma ideológico a la ordenación política y jurídica, universal y fácilmente inteligible, elegante, formal y de apariencia racional, un perfeccionamiento no podrá venir de cualquier formulación particular, contingente, voluntarista o arbitraria. Sólo un paradigma igualmente universal, pero de racionalidad superior, se constituirá en posibilidad de un verdadero paso adelante. En la constatación de que el racionalismo moderno ha fracasado y de que su fracaso amenaza la racionalidad misma, debilitada ante la oscilación hacia el irracionalismo, puede ser oportuno el proponer que se tome en consideración la doctrina de la espiritualidad tradicional. Es muy posible que la única alternativa a la igualdad universal sea la Suprema Identidad. El ideal de la infinitud del yo real quizá no pueda ser substituido más que por el ideal de la evolución espiritual hacia el Yo trascendente; en la medida en que esta evolución es siempre personal y libre, este ideal se convierte en garantía de la libertad más profunda; el ideal de universal equidad que pueda encerrar el igualitarismo es expresado en su forma correcta por la Suprema Identidad; pero, además, estas formulaciones, al atenerse al orden real de las cosas, se verán libres de efectos paradójicos: sabrán hacer un sitio a los derechos de la finitud.
Por este camino tal vez lleguemos algún día a las verdades del sentido común; a entender, por ejemplo, que lo equitativo no es que todos –en igualdad material- calcemos el mismo número de zapato, sino –en igualdad formal- que cada uno calce el suyo. Podremos quizás entender en un sentido más correcto y más profundo la conocida prédica de San Pablo:
  “Todos, pues, sois hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús. Porque cuantos en Cristo habéis sido bautizados, os habéis vestido de Cristo. No hay ya judío ni griego, no hay siervo o libre, no hay varón o hembra, porque todos sois uno en Cristo Jesús.” (Gálatas 3, 26-28).
-Laureano Luna
Fuente: Página Transversal
Notas:
(1) Toshikiko Izutsu, Philosophie des Zenbuddhismus. Rowohlt Taschenbuch V. Renbek bei Hamburg, 1986.
(2) De Civitate Dei, XII, 6.
(3) Ed. Ayuso. Madrid, 1976. pp. 55-56
(4) Ibidem, pp. 57-58
(5) Ibidem, p. 59.
(6) Ibidem.
(7) Ibidem, p. 74.
(8) Ididem, p. 75.
(9) Plaza y Janés, Espulgar de Llobregat, 1977. pp. 289-290. (Nota difusor: hay traducción más reciente en José de Olañeta Editor)
(10) Ibidem, p. 301.
(11) “¿Quién es Satán y dónde está el Infierno?” en “Búsqueda”, nº 0. Ed. Sirio, Málaga, 1990.
(12) Ibidem.
(13) Ibidem.
(14) José de Olañeta Editor. Barcelona 1982. p. 7.
(15) Ibidem, p. 46.
(16) Véase: Guénon, René: Les Principes du Calcul Infinitésimal. Gallimard, 1946, pp. 13 y siguientes.
(17) Hofstadter, Douglas. Gödel, Escher, Bach. Un eterno y grácil bucle, Tusquets, Barcelona, 1987.
(18) Nuestra argumentación es correcta aunque aparentemente quepa buscar auto referencias que no provoquen indeterminación; no podemos ampliar aquí la discusión.
(19) Selbstbewusstseinstheorien von Fichte bis Sartre, Suhr-kamp, Frankfurt am Main, 1991.
(20) Dice Guénon que en el mundo manifestado es imposible trazar una circunferencia : el punto en el que termina el trazo no es ya el mismo en el que empezó. El Simbolismo de la Cruz. Ed. Obelisco, Capellades, 1987. p. 114.
Publicado en la revista Hespérides, nº 2, especial dedicado a la Tradición.

Nace Frente Joven Córdoba

Anunciamos el nacimiento del proyecto Frente Joven Córdoba, tras una larga gestación, ésto no deja de ser síntoma de la situación de hartazgo que vivimos en nuestro país, donde cada vez es mayor el descontento de la población ante unas instituciones ineficaces y completamente distanciadas de la gente; de los partidos políticos de siempre que saltan a la palestra a diario no por sus medidas populares, sino por sus descarados casos de corrupción, y de aquellos otros partidos que, diciéndose diferentes, no son más que lo de siempre, insultando una y otra vez a España.
Esto es solo el principio, el principio de una nueva etapa para España donde la gente será la protagonista. Donde demostraremos que, si los políticos son incapaces de pensar en nuestra gente, será nuestra gente la que conquiste su destino y tenga las herramientas necesarias para hacer de éste un país mejor y más justo.
Paso a paso, barrio a barrio, ciudad a ciudad. Porque el futuro es nuestro y empieza a crearse hoy.
Queremos cambiar la situación que atravesamos, dejar nuestra huella, no nos gusta el rumbo actual, y no nos conformamos con teorizar y mantener una actitud contemplativa ante la deriva actual, tenemos un espíritu vital, alegre y combativo, y con ese espíritu queremos ser motor de cambio.
Queremos implicarnos en los problemas sociales de nuestro pueblo, de una forma activa, denunciando a los responsables de los problemas, ofreciendo una alternativa, y realizando acciones solidarias.
Queremos que España brille más que nunca, que se imponga la justicia social frente a las desigualdades que propicia el sistema actual, que conserve su identidad, y la personalidad rica y diversa de Las Españas, y que su herencia no se diluya ni por el bombardeo cultural de la potencia de turno gobernante, ni por los flujos migratorios impulsados por el sistema capitalista globalizante.
Queremos ser un punto de encuentro, un lugar de referencia para gente que comparta inquietudes y valores similares. Un espacio donde pueda florecer un tejido social y sea epicentro de la comunidad identitaria.
Defiende a tu gente, defiende España

miércoles, 7 de septiembre de 2016

¿Qué es el Nacionalismo Revolucionario?



Debemos intentar definir de forma concreta lo que es el nacionalismo revolucionario. Evitando decir lo que no es (como tan a menudo se hace) sino insistiendo en lo que es de forma positiva.

El nacionalismo revolucionario representa una tentativa de control de la crisis actual de Occidente, en el plano de una reevaluación radical de los valores de dicha sociedad. Ese nacionalismo revolucionario propone como núcleo central de la acción humana la idea de Nación, concebida como una reunión orgánica de elementos que, sin ella, no representarían sino un conglomerado inconsistente cruzado de tensiones destructoras. La Nación Organizada no puede ser sino una Nación en la que las diferencias de clase hayan sido eliminadas de una forma real, y no por meros deseos piadosos, ya que tales diferencias suponen automáticamente tensiones nefastas para la armonía nacional. Esas tensiones deben ser eliminadas por el Estado, que es de "todo el pueblo". ¿Cómo podemos definir el pueblo de forma coherente? El pueblo no puede sino ser el conjunto de aquellos que contribuyen al desarrollo nacional, lo que excluye a los aprovechados, los parásitos, los representantes de intereses extranjeros. ¿Cuáles son los grupos sociales que forman parte de la realidad de nuestro pueblo?

  -Los obreros, en tanto productores de base;
  
  -Los campesinos, pequeños propietarios, granjeros, aparceros u obreros agrícolas, puesto que forman un grupo directamente unido a la producción;
  
  -La pequeña burguesía, en la medida en que participan también en la producción y en que sus actividades de servicio y distribución están directamente ligadas a las necesidades del desarrollo armonioso de los intercambios en el seno de la población.

Los elementos nacionales de la burguesía, en tanto clase propietaria de parte de los medios de producción, es decir todos los participantes activos en la producción, al nivel de la dirección y gestión, en la medida que formen un sector realmente independiente de grupos e intereses extranjeros. Debemos insistir en el aspecto nacional exigido a este grupo, sabiendo que buena parte de sus miembros están en realidad ligados a fuerzas extranjeras a nuestro pueblo.

El nacionalismo revolucionario ve a Francia como una nación colonizada, que es urgente descolonizar. Los franceses se creen libres, pero no son sino en realidad juguetes de grupos de presión extranjeros, que los oprimen y explotan, gracias a la complicidad de una fracción de las clases dirigentes, a las que esos grupos de presión arrojan algunos pedazos de su festín. Frente a esta situación, podemos estimar las condiciones de lucha de los nacional-revolucionarios similares a las que fueron comunes a los grupos nacionalistas del Tercer Mundo (poco importa, a ese respecto, que Francia, en razón de su pasado colonial haya sido, al mismo tiempo, durante un cierto periodo, a la vez colonizadora y colonizada, en particular durante la IV República).

Es evidente que esta situación de país colonizado no es percibida por nuestros compatriotas; esto se debe sobre todo a la habilidad de nuestros explotadores, que no ha cesado de mantener el control de los Mass Media, y a partir de ahí, sin que lo advirtamos,de todo nuestra cultura nacional, cuya realidad puede ahora incluso  ser deliberadamente negada. A través de ese método, se hace difícil comprender de forma incontestable a los franceses que viven en un país cuyo pueblo no es realmente dueño de su destino.

El proceso de destrucción de nuestra identidad nacional, por hipócrita y camuflado que pueda ser, no está por ello menos fuertemente implantado y el primer deber de los nacional-revolucionarios es hacerle frente.

La conciencia del Estado nación dominada, que es el de nuestra Patria, representa la primera piedra de nuestro edificio doctrinal. En efecto, debemos estimar que nuestro deber más imperativo y evidente es hacer todo lo necesario para poner fin a este estado de cosas.

Puesto que los franceses no son los verdaderos dueños de su patria, la tradicional oposición hecha por los nacionalistas entre un "buen capitalismo" y un "mal capitalismo" internacional, no es más que un simple y puro engaño. El capitalismo en Francia no puede sino ser un instumento en manos de los verdaderos propietarios de la Nación. A partir de ahí, los nacional-revolucionarios no pueden aceptar una fórmula económica totalmente contradictoria a sus aspiraciones nacionales más evidentes.

El capitalismo es una fórmula económica que implica la esclavitud de nuestra Nación.

Debe tratarse pues para nosotros de una oposición radical y no sólo en las palabras (como es demasiado a menudo el caso). La Nación debe recuperar el control de su vida económica, y, especialmente en aquellos sectores en los que los intereses extranjeros son más poderosos. Bancos, tecnología punta, centros de investigación y distribución deben de ser recuperados por el pueblo francés. El seudo-sacrosanto principio de la propiedad privada no tiene aquí papel ninguno, puesto que los bienes adquiridos ilegalmente no demandan ni respeto, ni compensación. Los bienes recuperados por la Nación deberán ser gestionados según técnicas que aseguren a la vez la perennidad de su recuperación y una utilización nacional. La mejor fórmula sería probablemente un control flexible del Estado y la devolución al público, bajo forma de cesión o venta a bajo precio acciones que representasen el capital de los bienes devueltos a la comunidad nacional.

La recuperación del control de nuestra economía permitirá la recuperación de la independencia nacional, puesto que los elementos explotadores, privados de toda fuente de enriquecimiento no tendrán ninguna razón para permanecer en el territorio nacional. Debemos considerar que el programa de Liberación Político y Social de nuestro pueblo pasa por la adopción de una economía comunitaria en lo que respecta a los medios de producción. Los medios de producción están hoy, en buena parte, directa o indirectamente, en manos de intereses extranjeros. Ahora bien, la posesión de esos medios representa la posibilidad de explotar el trabajo de nuestro pueblo, generando nuevas riquezas, que refuerzan el control exterior.

La recuperación de las riquezas nacionales debe ir pareja con el fin de la infiltración cultural extranjera en el seno de nuestra civilización. Debemos volver a honrar nuestra tradición nacional, rechazar las apotaciones exteriores que suponen su negación o debilitamiento, mientras al mismo tiempo damos a nuestro pueblo una tarea a la medidad de su destino histórico. Esta tarea no puede ser sino la edificación de un sistema político-económico susceptible de servir de modelo a las naciones enfrentadas a este mismo problema, a saber, el de la liberación interna de una influencia exterior predominante.

Por François Duprat

Extraído por SDUI de: 1973: El año en que nació el Front National y otros artículos

jueves, 1 de septiembre de 2016

Manifiesto Futurista

1. Queremos cantar el amor al peligro, al hábito de la energía y a la temeridad.
2. El coraje, la audacia y la rebeldía serán elementos esenciales de nuestra poesía.
3. La pintura y el arte ha magnificado hasta hoy la inmovilidad del pensamiento, el éxtasis y el sueño, nosotros queremos exaltar el movimiento agresivo, el insomnio febril, la carrera, el salto mortal, la bofetada y el puñetazo.
4. Afirmamos que el esplendor del mundo se ha enriquecido con una belleza nueva: la belleza de la velocidad. Un coche de carreras con su capó adornado con grandes tubos parecidos a serpientes de aliento explosivo... un automóvil rugiente que parece que corre sobre la metralla es más bello que la Victoria de Samotracia.
5. Queremos alabar al hombre que tiene el volante, cuya lanza ideal atraviesa la Tierra, lanzada ella misma por el circuito de su órbita.
6. Hace falta que el poeta se prodigue con ardor, fausto y esplendor para aumentar el entusiástico fervor de los elementos primordiales.
7. No hay belleza sino en la lucha. Ninguna obra de arte sin carácter agresivo puede ser considerada una obra maestra. La pintura ha de ser concebida como un asalto violento contra las fuerzas desconocidas, para reducirlas a postrarse delante del hombre.
8. ¡Estamos sobre el promontorio más elevado de los siglos! ¿Por qué deberíamos protegernos si pretendemos derribar las misteriosas puertas del Imposible? El Tiempo y el Espacio morirán mañana. Vivimos ya en lo absoluto porque ya hemos creado la eterna velocidad omnipresente.
9. Queremos glorificar la guerra -única higiene del mundo-, el militarismo, el patriotismo, el gesto destructor de los anarquistas y las ideas por las cuales se muere.
10. Queremos destruir los museos, las bibliotecas, las academias variadas y combatir el moralismo, el feminismo y todas las demás cobardías oportunistas y utilitarias.
11. Cantaremos a las grandes multitudes que el trabajo agita, por el placer o por la revuelta: cantaremos a las mareas multicolores y polifónicas de las revoluciones en las capitales modernas; cantaremos al febril fervor nocturno de los arsenales y de los astilleros incendiados por violentas lunas eléctricas; a las estaciones ávidas devoradoras de serpientes que humean, en las fábricas colgadas en las nubes por los hilos de sus humaredas; en los puentes parecidos a gimnastas gigantes que salvan los ríos brillando al sol como cuchillos centelleantes; en los barcos de vapor.
Es desde Europa donde lanzaremos al mundo este manifiesto nuestro de violencia atropelladora, de aventureros que huelen el horizonte, en las locomotoras de pecho ancho que pisan los raíles como enormes caballos de acero embridados de tubos y al vuelo resbaladizo de los aviones cuya hélice cruje al viento como una bandera y parece que aplauda como una loca demasiado entusiasta, incendiaria, con el cual fundamos hoy el "futurismo", porque queremos liberar este país de su fétida gangrena de profesores, de arqueólogos, de cicerones y de anticuarios.
Ya durante demasiado tiempo Europa ha sido un mercado de antiguallas. Nosotros queremos liberarla de los innumerables museos que la cubren toda de cementerios innumerables.

-Filippo Tommaso Marinetti 


miércoles, 24 de agosto de 2016

El poder cultural- Alain de Benoist

     Cuando pretendemos caracterizar el debate político e ideológico que hoy tiene lugar
en los países occidentales, la palabra que más espontáneamente acude a nosotros es la
de “totalidad”. Nos hallamos ante un debate total, expresión que para nada alude a un
carácter o espíritu totalitario, aunque por desgracia la tentación totalitaria no siempre
está ausente de el, sino a que cada vez más, ese debate se refiere tanto a terrenos directa
y específicamente considerados “políticos” como a otros que hasta ahora
acostumbramos tener por neutros. Lo cierto es que, hace todavía pocos años, facciones y
partidos se enfrentaban sobre todo a propósito de cuestiones directamente políticas,
como las instituciones, el modo de gobernar, el sistema económico tenido por más
moral o más eficiente, etc., mientras mantenían un consenso tácito acerca de estructuras
elementales básicas. Rara vez era puesta en tela de juicio la familia y no se discutía la
utilidad de la escuela, de la medicina, de la psiquiatría, etc. Por último, se consideraba
que era hacedero y fácil llegar a un acuerdo sobre las verdades científicas; es decir,
sobre unas verdades de hecho conocidas por deducción lógicas o mediante el método
experimental. Esta situación ha cambiado por completo, y las sociedades modernas se
enfrentan a una contestación que no sólo recusa esta o aquella modalidad de poder o de
gobierno, sino que ataca a las estructuras mismas de la sociedad, denuncia su
“evidencia” como “convencional” y afirma que no hay diferencias entre hombres y
mujeres, que la autoridad de los padres sobre los hijos carece de justificación, que los
enfermos mentales son normales y la gente normal es la que está loca, que la medicina
enferma más que cura y , en fin, que los hechos científicos no deben ser juzgados según
su grado de verdad, sino de acuerdo con lo que ha sido llamado por Jean-Francoise
Revel la “devoción”; es decir, según su deseabilidad para las ideologías de moda.

    En tales condiciones, la noción misma de la política experimenta una transformación
considerable. Con frecuencia se dice que la “política lo ha invadido todo”; y es cierto,
como dice M.A. Macciochi, que la política ha pasado en todas partes al puesto de
mando. Para comprobar esta “politización absoluta” es al mismo tiempo reconocer que
la “política” no se hace ya sólo en los lugares tradicionales. Las ideologías han
adquirido conciencia de sí mismas: todas las esferas del pensamiento y de la acción, en
cuanto parte del espacio humano, se nos presentan dotadas de una dimensión
ideológica, debido a lo cual, los aspectos de la actividad o la reflexión no directamente
políticos han perdido la “neutralidad” que creíamos poder atribuirles.

    Cabe entonces la cuestión: la apuesta fundamental del político, ¿tiene lugar aún, en
lo esencial, en el ruedo de la política-política? Las competiciones electorales, ¿no serán
más bien la ocasión de medir de modo concreto la resultante política de una acción más
difusa, de tipo “metapolítico”, llevada a cabo fuera del estrecho círculo de los estados
mayores de los partidos? Plantear este tema supone traer a colación la existencia de un
poder cultural implantado paralelamente al poder político y que, en cierto modo, le
precede. Es también evocar la figura de ese gran teórico del poder cultural que fue el
comunista italiano Antonio Gramsci, cuya influencia en ciertos medios de la izquierda
es hoy considerable, y tal vez decisiva.

   En nuestros días hay que dar por sentado que la neutralidad no existe. Callarse
equivale simplemente a aumentar el poder de quienes hablan. En la esfera de las relaciones internacionales, la “neutralidad” frente a un problema o una situación
determinados supone sólo dejar nuestras fuerzas en reserva para otra ocasión. El mero
hecho de pertenecer a una escuela de pensamiento, de proclamarse partidario de una
doctrina filosófica o religiosa, de votar por un partido, de profesar ideas personales,
implica una toma de posición susceptible de ir extendiéndose progresivamente a todas
las esferas de conocimiento y actividad. Nada escapa a la ideología. El mundo es neutro
fuera del hombre porque fuera de él no hay una conciencia reflexiva en acción. Por el
contrario, en las sociedades humanas nada es neutro: sólo el hombre confiere sentido, y
no es hombre más que en la medida en que lo hace.

    Por otra parte hemos de tener en cuenta que una sociedad es una estructura en la que
todo depende de todo. Nuestra actividad intelectual nos lleva a separar, con fines de
análisis, los diferentes elementos constitutivos de esta estructura para comprender mejor
su disposición en intentar transformarla. Pero al mismo tiempo, esos métodos nos dan la
ilusión de que, las cosas son realmente unas distintas de otras, cuando en realidad no lo
son más que en nuestro entendimiento. (Digamos de pasada que es esta diferencia
profunda entre el mundo de las ideas y el mundo de los hechos -aquel mero reflejo
siempre imperfecto de este- lo que explica este carácter heterotélico de la acción
política, el hecho de que las consecuencias reales de los actos emprendidos difiera
siempre en alguna medida del efecto inicialmente buscado). En realidad, repitámoslo,
todo depende de todo. En una estructura social, el sentido de cada elemento depende no
sólo de su naturaleza intrínseca, sino también y sobre todo, de su posición con respecto
a los demás elementos. Naciones, pueblos e individuos tienen un sentido en tanto en
cuanto ocupan una determinada situación con respecto a los demás; y, como en el
ajedrez, no podemos obrar sobre este o aquel, modificar los enlaces que existen entre tal
y cual elemento, sin cambiar con ello una disposición más general. Cabe, por supuesto,
deplorar tal estado de cosas, como se puede deplorar la creciente influencia de las
ideologías, las “concepciones del mundo”; pero me parece imposible, hacer que sea de
otro modo.

    En cambio, lo que si es cierto es que las ideologías, las “concepciones del mundo”,
aunque siempre han estado presentes, no siempre han tenido la conciencia de sí mismas
que tienen hoy, vivir una época en que ya han sido abundantemente recogidas y
formalizadas en multitud de sistemas. Esta “toma de conciencia ideológica” es sin duda
consecuencia, directa o indirecta, de la revolución de 1798. Desde el momento en que el
principio de autoridad que regía de un modo natural las sociedades prerrevolucionarias
se vio discutido incluso en su legitimidad y sus fundamentos, todo lo que antes se daba
por supuesto, todo lo que era visto espontáneamente como parte integrante de un “orden
natural” pareció (con toda justicia) pura convención, es decir, una creación
subjetivamente humana, y como resultado surgió un número considerable de facciones
político-ideológicas que se decían depositarias de una nueva verdad y trataban de
hacerse con los resortes del poder, hemos asistido, a medida que se creaban frente al
poder establecido toda una serie de contrapoderes, a la difusión y multiplicación de los
centros de influencia ideológica.

    En la teoría marxista, la palabra “cultura” tiene un sentido muy preciso. Para los
ideólogos marxistas del tipo clásico, la cultura es ante todo una superestructura
ideológica, dependiente de la estructura material y económica de la sociedad y que, aun
tiempo, reproduce, perpetua y tiende a justificar esa estructura habituando a los espíritus
a los valores convencionales que encierra. En otras palabras, la cultura conforma las
mentes en función de la ideología dominante; de donde se sigue que sólo actuando
sobre la estructura económica (y, en consecuencia, política) pude lograrse la
transformación de la superestructura. En la semana 1974 del pensamiento marxista
(Paris, 16-22 de Enero de 1974), una de las sesiones versó sobre el tema: ¿Por qué la
cultura? Todos los oradores insistieron en que, a sus ojos, la cultura aún no abarcando la
totalidad de las colectividades humanas, es inseparable de su contexto socio-económico.
Como decía Jacques Cambaz, miembro del comité central de PCF, está “arraigada en el
conjunto de las actividades y de la práctica social”.

    Esta definición marxista ortodoxa de la cultura se vio discutida por los neo-
marxistas, algunos de cuyos representantes se dieron cuenta de que era factible invertir
el orden de las causas y los efectos, influir en la estructura de poder político y
económico operando sobre la “superestructura” cultural e ideológica. Fue este recíproco
de la ideología sobre las superestructuras bien analizado por Mao-tse-tung, el que en
parte sirvió de base a la concepción china de la revolución cultural, como fue también el
inspirador de los discípulos de Gramsci de oponer al poder civil e institucional un
contrapoder cultural y metapolítico idea de efectos hoy claramente perceptibles.

    A propósito de Gramsci, empecemos por algunas referencias biográficas. A.
Gramsci, nació en Cerdeña en 1891. Llegado a Turín en 1911, se hace miembro del
partido socialista, y más tarde del partido comunista, del que llegaría a ser uno de los
principales representantes durante los años veinte. En esta época –-inmediata después de
la revolución bolchevique de 1917-, la Internacional comunista sufre numerosas crisis.
Lenin, que en un principio había decidido acelerar las escisiones comunistas en el seno
de los partidos socialistas y socialdemócratas europeos, cambia de táctica a partir de
1921 y preconiza una política de frente popular, que le parece la única susceptible de
contener los progresos de la reacción. En el PCI este súbito giro provoca un
enfrentamiento entre Gramsci, miembro desde 1922 del comité ejecutivo del
Komintern, y Bordiga, que pretende negarse a toda colaboración con los “social-
traidores”, es decir, con los socialdemócratas. Esta crisis interna del partido tiene
profundas consecuencias. Gramsci, elegido diputado en 1924, consigue dos años más
tarde hacer prevalecer su tesis y convertirse en secretario general del PCI. Pero es
demasiado tarde. Aislado de sus electores, agotado por las luchas intestinas, víctima de
tanto el auge del fascismo como de la crisis del movimiento comunista internacional, el
PCI acaba siendo proscrito. Gramsci es detenido, deportado a la isla de Utica y
condenado a veinte años de prisión.

    Es allí, en su celda, donde va a entregarse a una profunda reflexión sobre la praxis
marxista-leninista, y especialmente sobre las causas del fracaso social-comunista de los
años veinte. ¿Cómo es posible que la conciencia de los hombres marche con retraso
sobre lo que debería dictarles su conciencia de clase? ¿Cómo consiguen las clases
dominantes, minoritarias, hacerse obedecer de un modo natural por las dominadas,
mayoritarias? Tales son las cuestiones, que entre otras muchas, se plantea Gramsci; las
preguntas a las que va a tratar de responder estudiando con más detenimiento la noción
de ideología y estableciendo la decisión distintiva (y hoy clásica) entre “sociedad
política” y “sociedad civil”.

    Por sociedad civil (término tomado de Hegel) entiende Gramsci el conjunto del
sector “privado”; es decir, la esfera cultural, intelectual, religiosa y moral, en tanto que
expresadas en el sistema de deberes y obligaciones contenido en la jurisdicción, la
administración y las corporaciones, etc. El gran error de los comunistas, dice Gramsci,
ha sido creer que el Estado se reduce a un simple aparato político. En realidad, el Estado
“organiza el consentimiento”; o sea, dirige no sólo con ayuda de su aparato político,
sino por medio de una ideología implícita que descansa en valores admitidos y que la
mayoría de los miembros de esta sociedad dan por supuestos. Este aparato “civil”
engloba la cultura, las ideas, las costumbres, las tradiciones y hasta el sentido común.
En todos estos campos, no directamente políticos, actúa un poder en el que también se
apoya el Estado: el poder cultural. En otras palabras, el Estado no sólo ejerce su poder
mediante la coerción. Al lado de la dominación, de la autoridad directa, del mando que
ejerce por la Vía del poder político, disfruta también, gracias a la existencia y actividad
del poder cultural, de una especie de “hegemonía ideológica”, de una adhesión
espontánea de la mayoría de las mentes a una concepción de una cosa, a una visión del
mundo que lo consolida, a la vez que lo justifica, en los temas, valores e ideas que le
son propios. (Esta distinción no está muy lejos de la que hace Louis Althusser entre el
“aparato represivo” y los “aparatos ideológicos del Estado”).

    Apartándose de esto de Marx que reducía la sociedad civil a la infraestructura
económica y a la contracción entre las fuerza de producción y las estructuras de
apropiación del capital, Gramsci se da perfectamente cuenta -sin por ello subrayar con
la suficiente claridad que la ideología está estrechamente ligada a las mentalidades; es
decir, a la constitución mental de los pueblos- de que s en esta “sociedad civil” en la que
se elabora, difunde y reproducen los conceptos del mundo, las filosofías, las religiones y
todas las actividades intelectuales o espirituales, explícitas o implícitas, en las que el
consenso social se apoya para cristalizar, consolidarse y perpetuarse. A partir de aquí,
tras reintegrar a la sociedad civil al nivel de la superestructura y añadirle la ideología,
de la que depende, distingue en Occidente dos formas de superestructura; de una parte,
la sociedad civil, de otra la sociedad política (o, estado, propiamente dicho). Mientras
que en Oriente, el estado lo era todo, y la sociedad civil, algo primitivo y gelatinoso
(carta a Togliatti). En Occidente, y en especial en las sociedades modernas, de poder
político difusa, lo “civil” -la mentalidad de la época, el espíritu de los tiempos-
desempeña un papel considerable. Es este importante papel en el que los movimientos
comunistas de los años veinte no advirtieron ni tuvieron lo bastante en cuenta al
elaborar sus estrategias. Lo que les indujo a error fue el ejemplo de 1917; pero si Lenin
pudo acceder al poder fue (entre otras razones) porque en Rusia la sociedad civil
prácticamente no existía. Por el contrario, en las sociedades donde todos participan más
o menos íntimamente de esa ideología implícita que es la concepción espontánea del
mundo, donde reina una atmósfera cultural específica, no es posible la toma de poder
político sin ocupar antes el poder cultural. Así lo demuestra por ejemplo, la Revolución
francesa de 1789, sólo factible en la medida en que había sido preparada por una
revolución de los espíritus, en este caso por la difusión de las ideas de la filosofía de las
luces entre la aristocracia y la burguesía. En otras palabras, la subversión política no
crea una situación, sólo la consagra. Un grupo social, escribe Gramsci, puede ser
incluso dirigente antes de haber conquistado el poder gubernamental. Es una de las
condiciones esenciales para la conquista de ese poder. (Cuadernos de la cárcel). En esta
perspectiva, observa Helene Vedrine en su ensayo Filosofías de la Historia (Payot,
1975), “la tomadle poder no se lleva a cabo sólo mediante una insurrección política que
se apodera del Estado, sino mediante un largo trabajo ideológico en la sociedad civil
que permite preparar el terreno”.

    Vemos, pues, que Gramsci rechaza a la vez el leninismo clásico, con su teoría del
enfrentamiento revolucionario, el revisionismo estaliniano de los años treinta, con su
estrategia de frente popular (o de programa común), y las tesis de Kautski, con su idea
de una amplia unión obrera. De forma paralela al “trabajo de partido”, directamente
político, Gramsci propone emprender un trabajo cultural, consistente en sustituir la
hegemonía burguesa por una hegemonía cultural proletaria. Se trata de una tarea
indispensable para hacer compatible la mentalidad de la época (suma de su razón y de
su sensibilidad) con un mensaje político nuevo. Dicho de otro modo, para conseguir una
mayoría política duradera es preciso empezar por obtener la mayoría ideológica, porque
sólo cuando la sociedad establecida sea ganada para valores diferentes de los que son
propios empezará a sentirse insegura sobre sus bases y su poder efectivo a
desmoronarse. Entonces habrá llegado la hora de explotar la situación en el plano
político: la acción histórica o el sufragio universal y popular confirmarán -y
transpondrán al plano de las instituciones y del sistema de gobierno- una evolución ya
consumada en las mentalidades.

    Gramsci asigna, pues, a los intelectuales un papel muy preciso. Les exige que ganen
la guerra cultural. El intelectual es definido aquí por la función que desempeña frente a
un determinado tipo de sociedad o de producción. Por ejemplo dice Gramsci: “Cada
grupo social, al nacer sobre el terreno originario de una función esencial dentro del
mundo de la producción económica, crea al mismo tiempo, orgánicamente, una o varias
capas de intelectuales que le dan su homogeneidad y la conciencia de su propia función,
no sólo en la esfera económica sino también en la social y política”. (Los intelectuales y
la organización de la política). Los intelectuales son, pues (en sentido no peyorativo),
los “viajantes” del grupo dominante; ellos organizan “el consentimiento espontáneo de
las grandes masas de población a la dirección que el grupo fundamental dominante
imprime a la vida social” y, a la vez, permiten “el funcionamiento del aparato coercitivo
del Estado”. A partir de aquí, Gramsci, procede a una nueva distinción entre los
intelectuales orgánicos, que propician la adhesión ideológica de un grupo social, y los
intelectuales tradicionales, representante de antiguos estratos sociales que han subsistido
a través de los cambios en las relaciones de producción. En lo que llamamos
“intelectuales orgánicos” recrea Gramsci el sujeto de la historia y de la política, el
“Nosotros, organizador de los demás grupos sociales”, para utilizar una expresión de
Henry Lefevre (El fin de la Historia. Minuit, 1970); lo que significa que el sujeto de la
historia no es ya el príncipe, ni el Estado, ni siquiera el partido, sino la vanguardia
intelectual comprometida con la clase obrera (o que, al menos, se tiene por tal). Es ella,
afirma Gramsci, la que, mediante un lento “trabajo de termitas” (que no puede menos
que recordarnos al “viejo topo” revolucionario del que habla Marx), debe cumplir una
función de clase, convirtiéndose en portavoz de los grupos representados en las fuerzas
de producción. Por último, es ella la que debe dar al proletariado la “homogeneidad
ideológica” y la conciencia necesaria para asegurar su hegemonía, concepto que en
Gramsci reemplaza y desborda al de “dictadura del proletariado”, en la medida en que
sobrepasa lo político para englobar lo cultural.

    De paso, Gramsci detalla los medios que estima apropiados para la “persuasión
permanente”: apelación a la sensibilidad popular, subversión de los valores que están en
el poder, creación de “héroes socialistas”, promoción del teatro, del folklore, de la
canción, etc... (medios para cuya definición se inspira en la experiencia inicial del
fascismo italiano y sus primeros éxitos). El comunismo, dice, debe contar sin duda con
la experiencia soviética, pero sin tratar de seguir pasivamente ese modelo. Por el
contrario, para la puesta a punto de un contrapoder cultural ha de tener en cuenta la
especificidad de las problemáticas nacionales y lo diverso de los caracteres populares.
La acción histórica y popular no puede hacer abstracción del temperamento, las
mentalidades, las herencias históricas, las culturas, las tradiciones y las relaciones de las
clases entre sí. (incluidos sus aspectos ideológicos).

    Gramsci -que escribe durante los años treinta- sabe muy bien que el “posfascismo”
no será socialista; pero piensa que ese periodo, en el que volverá a reinar el liberalismo,
proporcionará una excelente ocasión para practicar la infiltración cultural, pues los
partidarios del socialismo y del marxismo se encontrarán en una posición moralmente
muy fuerte. Cree que de este “rodeo democrático” surgirá un nuevo bloque histórico,
bajo la dirección de la clase obrera, mientras que los intelectuales tradicionales, cada
vez más marginados, acabarán por ser asimilados o destruidos. (Por “bloque histórico”,
concepto formado sobre todo a partir del estudio de la situación en el Mezzogiorno,
entiende Gramsci un sistema de alianzas políticas que asocien infraestructura y
superestructura centrado en torno al proletariado, pero sin identificarse con él, y basado
en la historia en el sentido marxista, es decir, en las relaciones y conflictos de clase que
se dan en la sociedad).

    Enfermo de tuberculosis, Antonio Gramsci, muere el 25 de Abril de 1937 en una
clínica italiana. Sus cuadernos de la cárcel, treinta y tres fascículos en total, son
recogidos por su cuñada, que empieza a hacerlos circular. Estos cuadernos van a tener,
al acabar la guerra, un éxito considerable, y a ejercer gran influencia, primero en la
evolución del partido comunista italiano, y más tarde en fracciones más generales de la
izquierda y la extrema izquierda de los países europeos.

    Desde cierto punto de vista, y si nos atenemos a los aspectos puramente
metodológicos de la teoría del “poder cultural algunas de las opiniones de Gramsci han
resultado proféticas. Por eso no debemos asombrarnos de la importancia que han tenido
en la evolución de la estrategia general de cierta contestación. Por lo demás, es evidente
que algunos rasgos característicos de las sociedades contemporáneas acentúan aun más -
y con ello facilitan- los efectos de esa estrategia. En primer lugar es preciso recordar que
el papel (potencia) de los intelectuales en el seno de la estructura social nunca ha sido
tan grande como hoy. Factores como la democratización de la enseñanza, la importancia
de los mass-media, la necesidad (creada por modas efímeras en continua revisión) de
encontrar nuevos talentos (reales o supuestos) y la creciente seducción que sobre los
líderes de la opinión ejercen las ideas en boga, de las que son reflejos unos sondeos que
se alimentan de sí mismos, permiten a la inteligencia ejercer un poder considerable. A
esto se añade la importancia creciente del ocio, que da un mayor espacio a la cultura y
facilita la puesta en circulación de ciertos temas y valores; y también la vulnerabilidad,
asimismo creciente, de la opinión pública a un mensaje metapolítico tanto más eficaz y
mejor recibido y asimilado en cuanto que su carácter de directriz y sugerencia no es
claramente percibido como tal, y por consiguiente, no tropieza con las mismas
reticencias racionales y conscientes que los mensajes directamente políticos. Toda la
fuerza de los espectáculos y de las modas reside en este último rasgo específico, en la
medida en que una novela, una película, una obra de teatro o un programa de televisión
será a la larga mucho más eficaz políticamente si al principio no es recibido como
político y se limita a provocar una lenta evolución, un pausado deslizamiento de las
mentalidades de un sistema de valores a otro. Por último, hay otro rasgo de las
sociedades actuales al que no podemos dejar de referirnos a propósito de la acción del
poder cultural. Es el hecho de que los regímenes liberales occidentales, por su propia
naturaleza, se encuentran muy mal equipados, cuando no totalmente desarmados, ante
esa transformación de las mentalidades t esta infiltración de los espíritus. Los poderes
liberales son prisioneros de sus propios principios en un doble sentido. De un lado en un
orden políticamente pluralista todas las ideologías en presencia tienen necesariamente
garantizada la concurrencia, y la sociedad no puede perseguir las ideologías subversivas
so pena de hacerse también ella (o ser considerada como) tiránica. El Estado puede
prohibir el uso de armas o de explosivos, pero difícilmente le es posible, sin atentar
contra el principio de la libertad de expresión, oponerse a la difusión de un libro o a la
representación de un espectáculo, que, sin embargo, constituyen en muchas ocasiones,
armas dirigidas contra él. Por eso, la sociedad liberal corre el riesgo de suicidarse
lentamente, al estar basada en el pluralismo. Tal pluralismo sólo es duradero si tiene a
favor el consenso de la mayoría de sus miembros, y la sociedad no puede suprimirlo sin
poner en cuestión sus propios fundamentos. Por otra parte, y como consecuencia de
ello, son precisamente los regímenes liberales, donde la inteligencia tiene mayores
libertades para ejercer su papel crítico, los que ofrecen un menor consenso. “El orden
pluralista -ha dicho Jean Baeler- se caracteriza por un pluralismo evanescente. En
efecto, el pluralismo político, el reconocimiento institucional de la legitimidad de
proyectos divergentes y en competencia, es intrínsicamente corruptor del consenso.
Basta ese mecanismo competitivo para que la pluralidad de partidos haga percatar cada
vez con mayor claridad de lo múltiple y variable de las posturas, las instituciones y los
valores. En último extremo, no queda nada sobre lo que los miembros de esa sociedad
se muestran unánimes”. ¿Qué es la ideología?, Gallimard, 1976.

    Se llega así a un círculo vicioso. La actividad de los intelectuales contribuye a
acabar con el consenso general, pues la difusión de las ideologías subversivas se suma a
los defectos intrínsecos de los regímenes pluralistas. Cuanto más se desmorona y reduce
el consenso, más crece la demanda ideológica, a la que precisamente responde la
actividad de los intelectuales. Correlativamente, el poder, obligado por la constitución a
tener en cuenta las variaciones de la opinión pública, y seducido también él por el
espejismo de las modas y el talento de la inteligencia, acaba muchas veces por favorecer
ese proceso de sustitución de valores del que acabará siendo víctima. Así se llega, bajo
la acción del poder cultural, a la inversión de la mayoría ideológica.